21 de febrero de 2022

El poder de la voz*

 


Estoy solo, en la biblioteca de mi casa. Mientras todos duermen, unos vecinos no paran de escuchar reggaetón y conversan animosamente. La ventana está cerrada, pero a ratos me es difícil concentrarme. Leo Desayuno con John Lennon, unas memorias del periodista musical estadounidense Robert Hilburn cuya lectura me tiene embriagado en estos días de encierro. 

A pesar de los beats que retumban en la ventana, logro llegar a un capítulo en el que Hilburn recuerda una entrevista que le hizo a Stevie Wonder, a quien había escuchado en un concierto en 1972. Wonder (quien perdió la vista a pocos días de haber nacido) ya era un artista reconocido y en ese concierto empezó a experimentar con el funk, algo que a sus seguidores no les agradó en lo absoluto, pero que a Hilburn le generó bastante interés. Por eso, gestionó una entrevista con él, acordaron encontrarse en una cafetería y Wonder llegó tarde, acompañado de dos asistentes y minutos antes de que el periodista se marchara. Superado el impase, empezaron a conversar y Wonder, al escuchar a Hilburn pedirle algo a la camarera, le pidió entusiasmado que dijera algo más. El periodista no supo qué más decir, solo atinó a leer el menú y el entusiasmo de Wonder aumentó, la voz de Hilburn era idéntica a la de su hermano Milton. 

"Mirad si la voz de Robert no se parece a la de Milton", les dijo a sus dos asistentes y ellos se rieron, comprobando que, efectivamente, sí era la voz de Milton. 

En ese momento retrocedo más de veinte años, a la biblioteca del barrio. Frente a mí está sentado un hombre ciego, alto y rubio. Es de mañana, el sol se mete por la ventana y con ceremoniosa lentitud el hombre saca de su bolso una carpeta amarilla en la que hay varios textos en braille y algunas revistas que me pasa con cuidado, como si fueran su más valiosa posesión. Me pide que se las lea y yo, con esa voz destemplada con que canto en las reuniones familiares, comienzo a leer. El hombre no deja de apoyar sus manos en la mesa, alza la cabeza y se queda en completo silencio. Su rostro se ilumina y una leve sonrisa se dibuja en sus labios, como si cada palabra cobrara vida en el vacío. No importa si las noticias son perturbadoras, su rostro no para de iluminarse y él sigue escuchándome atento. En el inmenso silencio de la biblioteca mi voz es un susurro, pero para él suena fuerte. 

No tengo que leerle muchas páginas, a veces con una sola le basta. El mismo ritual se repite cada mañana, aunque luego se hace intermitente y de un momento a otro aquel hombre deja de ir a la biblioteca, ya no vuelvo a verlo caminar a tientas por entre las mesas, ni su rostro iluminándose con cada palabra que le leía. 

Abro y cierro los ojos. Siento escalofríos. Desconcertado, trato de explicarme qué tiene que ver la alegría de Stewie Wonder al escuchar a Robert Hilburn hablar igual a su hermano, con mi lectura matutina y en voz alta a aquel hombre que llegaba a la biblioteca del barrio. Dejo de escuchar la música de los vecinos y recuerdo otras lecturas en voz alta: mi mamá leyéndome cuentos antes de irme a dormir, la profesora de español que caminaba lentamente por el salón mientras leía El coronel no tiene quien le escriba, un grupo de personas leyendo en voz alta un poema de Mara Agudelo en la biblioteca de Bello, Aurita López leyendo Los versos del capitán de Neruda en el Jardín Botánico. 

Un viejo amor me dijo que cuando alguien lee en voz alta, revela el poder secreto de las palabras, y yo agrego que le da forma a sus pensamientos. Así que Stevie Wonder al escuchar la voz de Hilburn, o aquel hombre a quien yo le leía en voz alta cada mañana, no sólo les daban forma a sus pensamientos, así corrieran veloces y entre tinieblas, sino también a sus recuerdos, fueran luminosos o grises. Ese es el poder de la voz: ser luz en el silencio. 

Retomo la lectura, pero antes de seguir, tomo aire y me quedo en silencio unos segundos. La música suena con más volumen y, sin más, empiezo a leer en voz alta.

*Este artículo fue escrito durante la cuarentena, aquel momento aciago que trató de ser llevadero gracias a algunos libros, entre ellos el de Robert Hilburn, testigo privilegiado de la historia del rock y cuyas memorias son un relato apasionado y detallado de esa música que cambió al mundo para siempre



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