14 de febrero de 2022

Elogio del vinilo o escuchar la música sin prisa

 


Lo digo sin ruborizarme y sin ningún asomo de vergüenza: hasta hace un tiempo me daba lo mismo escuchar música en vinilo, CD, YouTube o en las plataformas habidas y por haber. No me desvelaba tener una extensa colección de discos, llenar mi casa con anaqueles repletos de vinilos empolvados y empotrar un tornamesa a una mesa cual figura  precolombina, sabiendo que podía escuchar cualquier canción, cualquier álbum, gracias a un clic. Como melómano era más pragmático que romántico, aunque me fascinaba escuchar las historias de aquellos melómanos que lo daban todo por tener un vinilo: tiempo, dinero, vidas enteras. Nada para ellos era imposible con tal de satisfacer sus deseos y caprichos musicales. Por eso, siempre he creído que un buen melómano es terco por naturaleza y esa terquedad, a ratos desconcertante, a ratos inspiradora, me motivaba a comprar vinilos y volverme un melómano terco y tozudo, hasta que la falta de paciencia y de dinero me hacía declinar mi fugaz propósito y volvía a sumergirme en la música digital, en su vértigo adictivo. 

Sin embargo, aquello cambió el año pasado. Entre mayo y agosto me dediqué a escribir un extenso reportaje sobre los discos de rock grabados por un reconocido sello discográfico paisa (que muy pronto saldrá en un libro) y al buscar información, al escuchar las historias de los músicos y al tener en mis manos aquellos discos de vinilo (gracias a la generosidad de Román González que me abrió las puertas de su amplia y exquisita colección), me invadió el deseo de coleccionar vinilos, de volverme en uno de esos melómanos que escuchaba con alborozo.

Aunque era un completo principiante en eso de coleccionar discos, no estaba del todo perdido. Por lo menos eso creía. En algún rincón oscuro de mi casa guardaba unos vinilos que me regaló un tío cuando yo tenía 14 años (entre ellos, algunos de Mercedes Sosa, Piero, Patxi Andión y un boxset de Los Beatles) y apenas me pagaron el reportaje, salí a comprar un tornamesa portátil (nada mal para empezar). Con los nervios de quien se enfrenta a lo novedoso (aunque eso de coleccionar y escuchar vinilos no tiene nada de novedoso), conecté la tornamesa, puse a girar el primer disco y en cuestión de segundos la magia se hizo música. Y digo magia porque así de niño hubiera visto girar un tornamesa, me sentía como el coronel Aureliano Buendía cuando fue con su padre a conocer el hielo. 


Días después quería tener todos los vinilos del mundo, pero ello me costaría bastante dinero porque como bien me dijo William Martínez, un experimentado vendedor de discos del centro de Medellín, coleccionar vinilos es “un hobbie costoso”. Y vaya que sí lo es, porque así el vinilo salió del cajón del olvido para ponerse de moda, sus precios son elevados en buena parte por la inflación que trajo la pandemia y la falta de fábricas en todo el mundo, pero también por la descarada especulación de algunos vendedores que se aprovechan de la nostalgia de los melómanos para llenar sus bolsillos.

Aun así, apenas tenía algo de dinero en el bolsillo, salía al centro, caminaba calles enteras y me metía a alguna tienda para buscar un diamante negro que brillaría en mi casa. Mis gustos no eran nada exigentes: primero conseguiría los discos que cualquier rockero debe escuchar y luego me decantaría por toda la discografía de mis artistas favoritos: Depeche Mode, The Clash, Soda Stereo, David Bowie y Madonna. También estaba abierto a cualquier rareza musical y a otros géneros como el jazz, la música clásica, la cumbia y la “música para planchar”, que disfruto con la misma pasión con que disfruto el rock. 

Mis búsquedas daban sus frutos: un día podía comprar Born in the USA de Bruce Springsteen, True Blue de Madonna y Synchronicity de The Police (el cual tenía una raya feísima justo en “Every Breath You Take”, mi canción favorita de ese disco), y al otro So de Peter Gabriel, Face Value de Phil Collins y End of the Century de Ramones. Incluso, un amigo, Juan Carlos Laverde, un emprendedor que con empeño lleva adelante su tienda de productos de arte, ArtStore, me vendió a un precio razonable unas excelentes reediciones de Grace (el desgarrador y único disco de Jeff Buckley) y del siempre vibrante 101 de Depeche Mode. Hasta mi mamá me “alcahueteó” el hobbie costoso y me regaló el primer disco de Caifanes y el Sueño Stereo de Soda Stereo. No podía ser más feliz.  

Cada que ponía a sonar un vinilo en el tornamesa era una especie de ritual. Y no lo digo con el purismo de algunos colegas melómanos, sino con el fervor de quien tenía en sus manos un objeto único y como tal lo trataba con respeto: sacaba el disco cuidadosamente de su empaque, lo ponía en el tornamesa y deslizaba la aguja con la misma calma con que Penélope empezaba a tejer su interminable sudario. Una vez escuchaba el scratch, el corazón se me aceleraba y por momentos sentía que estaba ante el mar. Siempre he creído que aquel sonido añejo es igual al de las olas del mar, por eso me sobrecoge y hasta conmueve. 

Podía acompañar aquel ritual con una cerveza, un cigarrillo o simplemente con nada, lo importante era disfrutar la música sin prisa. Porque sí, escuchar un vinilo implica paciencia, desconectarse del mundo y sus distractores. Me atrevo a decir que ese es un acto de rebeldía poderoso en una época donde se nos obliga a andar a mil por hora, atrapados en una rapidez insulsa que desprecia detenerse en los detalles y reduce la música a un producto desechable. Es, como anoté en Facebook, detenerse en cada instrumento, en lo que dicen las letras de las canciones más allá de lo obvio, en los instrumentos y su ejecución, en la artesanía de la producción, en los silencios y lo reveladores que son. Es detenerse en la música. Ni qué decir de comprar vinilos: es salir a la ciudad, caminarla, sentirla, padecerla, vivirla, meterse a sus lugares ocultos hasta encontrar un disco que alguien escuchó en su habitación, en una noche de lluvia o en una tarde de sol, cuando tenía todas las preguntas y ninguna respuesta, y la música no era más que su compañía. Sí, ese disco que ya nadie más volvió a escuchar, ahora lo escuchará uno con todas las preguntas y ninguna pregunta, pero con la certeza de que la vida girará a 33, 45 o 78 revoluciones por minuto.

A unos pocos meses de haberme convertido en un coleccionista más, puedo decir que fue una buena decisión, aunque todavía escucho música en YouTube y Spotify. De hecho, las sendas y bizantinas discusiones de que el vinilo es superior frente a los demás formatos me tienen sin cuidado y solo me limito a disfrutarlo con la misma fascinación como cuando en mi casa, siendo un niño, mis papás ponían a girar su tornamesa a ritmo de salsa y vallenato. Todavía no tengo todos los vinilos del mundo y mi colección se ha ido construyendo de a pocos, pero cada domingo por la noche o cada que termino mis labores, me desconecto de todo, saco mis discos y uno tras otro los escucho mientras el scratch retumba en mis oídos como las olas del mar. Entonces, recuerdo este fragmento de La nostalgia del melómano, esa bella novela de Juan Carlos Garay que bien le hace honor a todos los melómanos del mundo que se resisten a guardar sus joyas de acetato y que dice así: 

        - A mí me encanta el ruido de la aguja de diamante cuando toca el acetato de vinilo, ese pop, ese scratch, ese hiss que llena la sala unos segundos antes de que empiece la música, ese borboteo suave que alcanza a oírse al tiempo con los primeros compases, ese tono natural, ese sonido imperfecto pero sin artificios, esa música que hace roce con el vinilo. 


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