Estoy solo, en la biblioteca
de mi casa. Mientras todos duermen, unos vecinos no paran de escuchar reggaetón
y conversan animosamente. La ventana está cerrada, pero a ratos me es difícil
concentrarme. Leo Desayuno con John Lennon, unas memorias del periodista
musical estadounidense Robert Hilburn cuya lectura me tiene embriagado en estos
días de encierro.
A pesar de los beats
que retumban en la ventana, logro llegar a un capítulo en el que Hilburn
recuerda una entrevista que le hizo a Stevie Wonder, a quien había escuchado en
un concierto en 1972. Wonder (quien perdió la vista a pocos días de haber nacido) ya era un artista reconocido y en ese concierto
empezó a experimentar con el funk, algo que a sus seguidores no les agradó en
lo absoluto, pero que a Hilburn le generó bastante interés. Por eso, gestionó una
entrevista con él, acordaron encontrarse en una cafetería y Wonder llegó tarde,
acompañado de dos asistentes y minutos antes de que el periodista se marchara.
Superado el impase, empezaron a conversar y Wonder, al escuchar a Hilburn
pedirle algo a la camarera, le pidió entusiasmado que dijera algo más. El
periodista no supo qué más decir, solo atinó a leer el menú y el entusiasmo de
Wonder aumentó, la voz de Hilburn era idéntica a la de su hermano Milton.
"Mirad si la voz de
Robert no se parece a la de Milton", les dijo a sus dos asistentes y ellos
se rieron, comprobando que, efectivamente, sí era la voz de Milton.
En ese momento retrocedo más
de veinte años, a la biblioteca del barrio. Frente a mí está sentado un hombre ciego, alto y rubio. Es de mañana, el sol se mete por la ventana y con ceremoniosa lentitud el hombre saca de su bolso una
carpeta amarilla en la que hay varios textos en braille y algunas revistas que
me pasa con cuidado, como si fueran su más valiosa posesión. Me pide que se las
lea y yo, con esa voz destemplada con que canto en las reuniones familiares,
comienzo a leer. El hombre no deja de apoyar sus manos en la mesa, alza la
cabeza y se queda en completo silencio. Su rostro se ilumina y una leve sonrisa
se dibuja en sus labios, como si cada palabra cobrara vida en el vacío. No
importa si las noticias son perturbadoras, su rostro no para de iluminarse y él
sigue escuchándome atento. En el inmenso silencio de la biblioteca mi voz es un
susurro, pero para él suena fuerte.
No tengo que leerle muchas
páginas, a veces con una sola le basta. El mismo ritual se repite cada mañana,
aunque luego se hace intermitente y de un momento a otro aquel hombre deja de
ir a la biblioteca, ya no vuelvo a verlo caminar a tientas por entre las mesas,
ni su rostro iluminándose con cada palabra que le leía.
Abro y cierro los ojos. Siento
escalofríos. Desconcertado, trato de explicarme qué tiene que ver la alegría de
Stewie Wonder al escuchar a Robert Hilburn hablar igual a su hermano, con mi
lectura matutina y en voz alta a aquel hombre que llegaba a la biblioteca del
barrio. Dejo de escuchar la música de los vecinos y recuerdo otras lecturas en
voz alta: mi mamá leyéndome cuentos antes de irme a dormir, la profesora de español
que caminaba lentamente por el salón mientras leía El coronel no tiene quien
le escriba, un grupo de personas leyendo en voz alta un poema de Mara
Agudelo en la biblioteca de Bello, Aurita López leyendo Los versos del
capitán de Neruda en el Jardín Botánico.
Un viejo amor me dijo que
cuando alguien lee en voz alta, revela el poder secreto de las palabras, y yo agrego que le da forma a sus pensamientos. Así que Stevie Wonder al
escuchar la voz de Hilburn, o aquel hombre a quien yo le leía en voz alta cada
mañana, no sólo les daban forma a sus pensamientos, así corrieran veloces y
entre tinieblas, sino también a sus recuerdos, fueran luminosos o grises. Ese
es el poder de la voz: ser luz en el silencio.
Retomo la lectura, pero antes
de seguir, tomo aire y me quedo en silencio unos segundos. La música suena con
más volumen y, sin más, empiezo a leer en voz alta.
*Este artículo fue escrito
durante la cuarentena, aquel momento aciago que trató de ser llevadero gracias
a algunos libros, entre ellos el de Robert Hilburn, testigo privilegiado de la
historia del rock y cuyas memorias son un relato apasionado y detallado de esa
música que cambió al mundo para siempre.