Y
la noticia de tu muerte llegó como el frío de la noche bogotana. Fue de no
creer. Todos querían verte en el escenario, descargando tu fuerza en la batería,
cerrando un Festival Estéreo Picnic que prometía ser inolvidable tras una
angustiosa pandemia que nadie quiere recordar. Y sin embargo la muerte, tan
caprichosa, tan infame, se interpuso en ello y después de un anuncio proyectado
en la pantalla del escenario se confirmó lo que nadie podía creer, ni quería
escuchar: habías muerto en la habitación del hotel donde te hospedabas, minutos
antes de salir junto a los Foo Fighters, tus amigos de la vida y de la música,
con quienes esperabas darlo todo en aquella noche.
No
ahondaré en los detalles de tu muerte, eso ya lo han hecho los medios de
comunicación (especialmente los de mi país) y algunos beatos de camándula y
misa que, entre especulaciones y rumores lanzados al aire, revelaron sus prejuicios,
su falta de humanidad. Prefiero quedarme con tus poderosos solos de batería,
esos golpes que cortaban el silencio de tajo, ese fuego que desprendían tus
baquetas, ese arrojo que hacía saltar a más de uno, esa felicidad que se
dibujaba en tu rostro mientras Dave Grohl (tu amigo eterno) y compañía hacían
temblar la tierra con su poderoso rock que a nadie dejaba indiferente.
En
el silencio de la noche, lejos de Bogotá, escucho “Best Of You”, mi canción
favorita de Foo Fighters. Son increíbles la destreza y versatilidad de las que
haces gala en los cuatro minutos y quince segundos que dura la canción: de la agilidad
y elegancia (cualidades aprendidas de Roger Taylor y Stewart Copeland, tus ídolos
desde la infancia), pasas a la crudeza y el vértigo total. Cada golpe de
batería es sincero, llega a la cabeza, al corazón, hace temblar los huesos y
golpear el aire con puños certeros.
Todo
ello suena a un desahogo y quisiera gritar mientras te escucho golpear la batería
sin parar, como seguramente muchos que lloran tu muerte deben estarlo haciendo
en este momento. Algunos sobrevivieron al desencanto de los 90, otros sobrevivimos
a la incertidumbre de los 2000, y veíamos en ti y en Foo Fighters la certeza de
que el rock seguiría sonando a todo volumen, a pesar de la avalancha de
canciones hiperproducidas, coloridas pero insulsas que nos cubre todos los días.
Pero nos abandonaste antes de tiempo y el silencio, a veces más duro que la
muerte, se apoderó de nosotros.
“Is
someone getting the best... the best of you? Is someone getting the best... the
best of you?”, canto y canto, tratando de que con mi voz vuelvas de la nada.
Vana ilusión. Sin embargo, la música de alguna manera hace que estés presente y
cada canción es una invocación, una oración, un anhelo de que ya no tengas
dolores donde quiera que estés.
Es
irónico que la ausencia nos haga caer en la cuenta de lo valiosas que son las
personas. Es irónico hacer un recuento de todas las proezas de un músico, de su
talento y valor, de sus luchas y aportes, cuando ya no está. Porque, ilusos, nos
confiamos en el presente y creemos que siempre estará ahí, ayudándonos a hacer
más llevadera nuestra vida con sus canciones. Pero no. El destino juega a los
dados y cuando caen sobre la mesa no hay nada que hacer.
Hiciste
lo que quisiste, lujo que pocos pueden darse. De niño sabías que la música
sería tu camino: estudiaste piano, tocaste la guitarra y la cambiaste por la
batería. Fuiste baterista de Alanis Morissette y con Foo Fighters escribiste tu
nombre en la historia del rock. Emprendiste tus propios proyectos —Taylor
Hawkins and the Coattail Riders, Chevy Metal y Birds of Satan—, fuiste elegido
el mejor baterista de rock por la revista Rhythm (la biblia de los bateristas)
en 2005 y en cada disco, en cada concierto, diste tu vida por el rock.
“Vivimos
y morimos por la gran espada del rock and roll”, le dijiste a la revista
Kerrang. Nadie esperaba que te fueras tan pronto y hubiéramos querido que siguieras
viviendo por esa gran espada del rock, esperando atajar tus baquetas después de que las arrojaras desde un escenario. Por fortuna, el rock nos hace eternos y eso lo sabes
muy bien, porque desde ahora lo eres.
Buen
viaje, Taylor Hawkins. Y gracias, por todo, por la música.
A mi prima Sara Sánchez Valencia. Seguramente cuando se
tope contigo en el infinito, se alegrará de ver a su ídolo.